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Tres poemas

  • Foto del escritor: Oscar David Rodriguez
    Oscar David Rodriguez
  • 22 abr 2021
  • 2 Min. de lectura

La estudiante Yankari Vargas, del grado 1102 de la jornada Tarde, nos envió estos tres poemas como recomendación. Su selección nos trae obras de William Shakespeare, Cesare Pavese, y Virginia Woolf. Esperamos que los disfruten.



Una canción de hadas

William Shakespeare

¡Sobre la colina, sobre el valle, arbusto completo, brier completo, sobre el parque, sobre pálido, inundación profunda, fuego completo! Sí deambulo por todas partes, más rápido que la esfera de la luna; Y sirvo a la Reina de las Hadas, para rociar sus orbes sobre el verde; Las vacas altas de sus pensionistas serán; En sus abrigos dorados se ven manchas; Esos son rubíes, favores de hadas; En esas pecas viven sus sabores; Debo ir a buscar algunas gotas de rocío aquí, y colgar una perla en cada oreja.

Mañana

Cesare Pavese


La ventana entornada recuadra un rostro sobre el campo del mar. Los lindos cabellos acompañan el tierno ritmo del mar.

No hay recuerdos en este rostro. Sólo una sombra huidiza, como de nubes. La sombra es húmeda y dulce como la arena de una intacta caverna, bajo el crepúsculo. No hay recuerdos. Sólo un susurro que es la voz de la mar convertida en recuerdo.

En el crepúsculo, el agua mullida del alba, que se impregna de luz, alumbra el rostro. Cada día es un milagro intemporal, bajo el sol: lo impregnan una luz salobre y un sabor a vívido marisco.

No existe recuerdo en este rostro. No hay palabra que lo contenga o vincule con cosas pasadas. Ayer, se desvaneció de la angosta ventana, tal como se desvanecerá dentro de poco, sin tristeza ni humanas palabras, sobre el campo del mar.

Piedras En Los Bolsillos

Virginia Woolf


Las toscas piedras llenaban tus bolsillos

porque no pretendías quedar flotando

como la dulce Ofelia.

El bastón lo dejaste colocado en la orilla

sobre la hierba húmeda.


El río te aguardaba.


Los aviones enemigos sobrevolaban

el cielo gris de Londres.


El río te aguardaba.


La gasolina escondida en el garaje

dispuesta para arder

antes de que tumbaran a patadas tu puerta

resultaba una opción demasiado dramática,

estridente.


El río te aguardaba,

te prometía un tránsito discreto

arropada con algas,

acompañada de diminutos pececillos.


A veces pienso

que quizás el impacto de tu cuerpo

con el agua tan fría

te hizo reaccionar,

pero ya tus gélidos y agarrotados dedos

no pudieron deshacerse con rapidez

de las pesadas piedras;

y fueron incapaces de mantenerte a flote

los adjetivos exactamente colocados,

los nombres tan cuidadosamente escogidos

en cada uno de tus párrafos

en esas construcciones sostenidas por un hilo invisible

donde la trama y el estilo y la vida

son una misma cosa;

no te ayudaron las últimas pruebas

que corregiste con esmero,

la desazón, las dudas ante un final que no te convencía

en tu última novela.


Este final tampoco.


Pero ahora te estás hundiendo sin remedio.

Imposible la segunda edición.


Lo primero que encontraron fue el bastón en la orilla.


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